Lo que funciona afuera para evitar saltos inflacionarios
La negociación del salario mínimo de 2026 se da mientras Latinoamérica experimenta distintos modelos para ajustar ingresos básicos. Algunos países atan la fórmula al IPC y a la productividad; otros pactan metas pluri-anuales con cláusulas de revisión, buscando previsibilidad y menor ruido político.
Colombia llega con una inflación en moderación y un mercado laboral que pide señales claras. Mirar el vecindario ofrece pistas: cómo blindar el proceso de vaivenes, qué rangos han funcionado y qué tan útil es institucionalizar una regla con aval técnico independiente.
En México, la política reciente combinó alzas reales con una estrategia de recuperación del poder de compra, diferenciando zonas y complementos. El resultado fue una mejora del salario real con discusión permanente sobre efectos en formalidad y precios, mitigados por una macro más estable y apoyos a sectores vulnerables.
Chile ha privilegiado acuerdos escalonados con metas explícitas y revisiones semestrales cuando la inflación supera umbrales. Eso reduce la incertidumbre: los hogares saben cuándo ajustará el ingreso y los empleadores anticipan costos con hojas de ruta públicas que fortalecen la pedagogía fiscal y social.
Brasil alterna una regla que considera inflación pasada y crecimiento del PIB, con énfasis en preservar el poder adquisitivo y reflejar el ciclo económico. Esa mezcla intenta repartir los beneficios de la expansión y limitar los sacrificios en desaceleraciones, reduciendo la discrecionalidad anual.
Para Colombia, el espejo regional sugiere anclar la decisión en una fórmula estable: inflación observada + productividad verificada por un comité técnico. Con ese marco, el rango de 6–7% luce consistente con el objetivo de consolidar la desinflación, mientras los escenarios de dos dígitos deberían reservarse para choques excepcionales.
El punto de partida local es claro: mínimo vigente de $1.423.500 y una inflación cercana a 5,5%. Proyectar con productividad moderada ubica el nuevo piso alrededor de $1,52 millones. Moverse por encima implica aceptar un traspaso a tarifas y contratos, con riesgos de desafinar la senda de precios de servicios.
Los actores también importan. Centrales obreras reivindican recuperación del poder de compra, tras años de inflación alta; gremios piden un carril predecible que no desborde costos. La presencia de un árbitro técnico —con datos abiertos y metodología replicable— mejora la confianza, reduce litigios y ancla expectativas.
Un aprendizaje regional clave es la pedagogía previa al acuerdo: explicar, con ejemplos y calculadoras públicas, cómo cambia el ingreso según cada punto de aumento. Esa práctica reduce la brecha entre la cifra decretada y su comprensión social, evitando lecturas erradas en contratos y contabilidad empresarial.
Otra lección es acompañar el aumento con medidas micro: subsidios temporales a la contratación juvenil, alivios de parafiscales para microempresas intensivas en mano de obra y programas de productividad sectorial. Así, el salario real sube sin sacrificar empleo formal.
La coordinación con la política monetaria cierra el círculo. Un acuerdo moderado y creíble libera espacio para recortes de tasas, que abaratan crédito y mejoran la caja empresarial. En espiral inversa, un salto alto obliga a la autoridad a vigilar de cerca los traspasos, retrasando la convergencia inflacionaria.
Finalmente, si no hay consenso, el decreto debería llegar con exposición de motivos robustos, claridad pedagógica y hoja de ruta para 12 meses. La credibilidad de 2026 también se juega en cómo se comunica y monitorea el acuerdo.
Un pacto en el corredor técnico enviaría una señal de estabilidad a inversionistas y reduciría la volatilidad en precios administrados. Además, fomentaría acuerdos sectoriales complementarios para aliviar costos en actividades intensivas en empleo.
Un incremento de dos dígitos, sin mejoras de productividad, tensionaría las finanzas de mipymes, aceleraría indexaciones y podría reabrir la discusión a mitad de año. El efecto rebote sería más visible en arriendos y servicios urbanos.
La experiencia regional apunta a reglas claras y pedagogía constante. Si Colombia alinea datos, expectativas y apoyos micro, el aumento del mínimo en 2026 puede convertirse en un ancla de confianza.