La comunidad cuestiona protocolos y pide garantías de no repetición
Chiscas, un municipio de montaña en el norte de Boyacá, amanece desde el 20 de noviembre con una mezcla de silencio y preguntas. La muerte de Liliana Cruz, una joven trabajadora social de 25 años, víctima de un disparo de fusil accionado por su esposo policía, rompió la relativa tranquilidad de esta población. Lo que antes eran saludos cotidianos a la pareja, hoy son murmullos de dolor, incredulidad y desconfianza frente a la institución encargada de protegerlos.
La versión oficial señala que el subteniente de la Policía, comandante de la estación local, manipulaba su fusil de dotación cuando el arma se disparó y el proyectil impactó en la cabeza de Liliana. El hecho ocurrió en la noche del 19 de noviembre, en medio de un contexto de tensión regional por recientes situaciones de seguridad cerca de instalaciones militares en Boyacá. La joven fue trasladada al hospital del municipio, pero llegó sin signos vitales.
Para la comunidad, el dolor llega acompañado de una pregunta inevitable: ¿cómo es posible que un arma oficial, en manos del máximo responsable de la seguridad del pueblo, haya terminado causando la muerte de una civil dentro de su entorno cercano? Líderes comunales, comerciantes y habitantes que conocían a la pareja coinciden en que el caso reabre debates sobre el uso, la custodia y el control del armamento institucional.
Liliana, cuentan vecinos y autoridades, trabajaba en proyectos sociales con población vulnerable y, en poco tiempo, se había ganado el cariño de la comunidad. Su rol en actividades de salud, acompañamiento psicosocial y apoyo a familias campesinas la convirtió en un rostro familiar en veredas y barrios del municipio. Su muerte deja un vacío en programas locales y en el tejido social que ella misma contribuía a fortalecer.
A nivel institucional, la Policía Nacional ha tenido que salir a explicar que el caso ya fue puesto en manos de la Fiscalía y que se abrió una investigación disciplinaria interna. La Fuerza Pública insiste en que colaborará con todas las diligencias y que no habrá contemplaciones si se comprueba negligencia en el manejo del fusil o violación de los protocolos de seguridad. Sin embargo, entre los habitantes persiste la preocupación por la forma como se asignan y supervisan las armas.
En paralelo, organizaciones de mujeres y colectivos ciudadanos de Boyacá han puesto la lupa sobre el enfoque de género del caso. En un país donde cada año se registran decenas de feminicidios, muchas veces cometidos por parejas o exparejas, la idea de un disparo “accidental” dentro del ámbito íntimo genera recelo. Varios colectivos han pedido que la hipótesis de feminicidio no se descarte hasta que no hablen las pruebas técnicas y testimoniales.
Casos similares en otras regiones del país, en los que agentes del Estado han estado involucrados en muertes de civiles por disparos presuntamente involuntarios, han terminado en fuertes cuestionamientos a los sistemas de entrenamiento y supervisión del personal armado. Expertos en seguridad señalan que el impacto sobre la confianza ciudadana es especialmente profundo cuando la víctima es una mujer y cuando el hecho ocurre en el hogar, espacio que debería ser sinónimo de refugio.
En Chiscas, la reacción oficial ha incluido consejos de seguridad, reuniones entre autoridades locales y mandos policiales, así como llamados a la calma. No obstante, la comunidad insiste en que las explicaciones deben ir más allá de comunicados y acompañarse de cambios reales: revisión de protocolos, garantías sobre el manejo de las armas fuera del servicio y apoyo psicosocial tanto a la familia de la víctima como a los habitantes que se sienten vulnerables.
Mientras la Fiscalía adelanta peritajes balísticos, entrevistas y análisis de contexto, los pobladores de Chiscas y el municipio de origen de Liliana realizan velatones, misas y actos simbólicos en su memoria. En redes sociales, fotografías de sus actividades comunitarias se mezclan con mensajes que piden justicia y con llamados a que su muerte sirva para revisar a fondo la relación entre armas, poder y vida cotidiana en los territorios.
A mediano plazo, el caso podría influir en discusiones departamentales y nacionales sobre cómo fortalecer los controles internos en la Policía y cómo integrar enfoques de derechos humanos y de género en la formación de sus miembros. La historia de Liliana Cruz deja claro que una falla en esos eslabones no sólo se mide en términos institucionales, sino en vidas segadas y comunidades fracturadas. La búsqueda de respuestas apenas comienza.