La defensa alega persecución, mientras la oposición habla de “corrupción sin cambio”.
La imputación de seis delitos contra Nicolás Petro Burgos ya trascendió los límites del juzgado de Barranquilla. El proceso por el denominado “caso Fucoso”, originado en contratos para atender adultos mayores en el Atlántico, se ha convertido en uno de los frentes más delicados para el Gobierno del presidente Gustavo Petro, que llegó al poder con una bandera clara: el cambio y la lucha contra la corrupción.
En la audiencia reanudada el 26 de noviembre ante el Juzgado 14 Penal Municipal, el hijo mayor del mandatario escuchó, uno por uno, los cargos que le atribuye la Fiscalía: interés indebido en la celebración de contratos, peculado por apropiación, tráfico de influencias, falsedad en documento público, falsedad en documento privado y falso testimonio. Frente a todos, se declaró inocente y repitió la fórmula “no acepto”. La diligencia dejó constancia formal de que no se allanó a ninguno de los delitos.
La Fiscalía sostiene que, siendo diputado del Atlántico, Petro Burgos habría usado su capital político para impulsar dos contratos, por 400 y 572 millones de pesos, entre la Gobernación y la Fundación Conciencia Social (Fucoso). Los convenios, destinados a programas sociales con adultos mayores, habrían terminado, según la investigación, convertidos en un canal para desviar recursos que se habrían repartido entre él, su entonces pareja Day Vásquez y otros aliados locales.
Desde el terreno jurídico, el caso sigue su curso con audiencias, recusaciones y debates técnicos. Pero en el campo político, el proceso encendió alarmas desde que se conoció la nueva imputación. Sectores de oposición han usado el expediente para cuestionar la coherencia del proyecto de Gobierno, insistiendo en que “el cambio” no logró blindar la casa presidencial de prácticas de corrupción. Voces críticas en el Congreso y en las regiones han pedido explicaciones, aun cuando el presidente no es parte del proceso.
Al interior del petrismo, la línea oficial ha sido insistir en la independencia de la justicia y en la presunción de inocencia. Desde 2023, cuando estalló el primer escándalo alrededor de Nicolás Petro por supuesto lavado de activos y enriquecimiento ilícito, el propio mandatario pidió que se investigara a su hijo “hasta las últimas consecuencias”. Esa postura se ha mantenido: no intervenir, dejar que los jueces hablen y separar responsabilidades individuales de la agenda del Gobierno.
No obstante, el impacto político es innegable. Cada nueva audiencia coloca al presidente en una posición incómoda: por un lado, defender la institucionalidad; por otro, enfrentar el desgaste de tener a su hijo mayor sentado en el banquillo por hechos ligados a la corrupción y al uso de programas sociales. La imagen presidencial, la confianza ciudadana y la capacidad del Gobierno para impulsar reformas estructurales se ven atravesadas por el eco del “caso Fucoso”.
El expediente, además, alimenta una discusión más amplia: la distancia real entre el discurso y la práctica en la política colombiana. Para organizaciones anticorrupción y analistas, el mensaje que envíe este proceso será clave. Si la justicia avanza con rigor y sin privilegios, podría reforzar la idea de que el Estado está dispuesto a sancionar a quien sea, incluso si está cerca del poder. Si, por el contrario, el caso se diluye en tecnicismos o termina sin consecuencias, el golpe a la credibilidad institucional sería profundo.
En la Costa Caribe, donde Nicolás Petro construyó su capital político como diputado del Atlántico, la lectura es doble. Algunos líderes locales interpretan el proceso como una señal de que las viejas formas de hacer política —basadas en redes clientelistas, contratos direccionados y uso político de programas sociales— siguen vigentes, más allá del color del Gobierno de turno. Otros ven en la actuación de la Fiscalía un ejemplo de cómo el sistema judicial puede ir cerrando espacios a esas prácticas.
La audiencia de medida de aseguramiento, fijada para el 2 de diciembre, será un momento particularmente sensible. Si el juez decide imponer una medida restrictiva fuerte, como detención domiciliaria o similar, la noticia golpeará de frente a la Casa de Nariño y podría reconfigurar el clima político en medio de debates clave en el Congreso. Si opta por una decisión más favorable para el exdiputado, la oposición podría leerlo como una muestra de benevolencia institucional frente al entorno del Gobierno.
Mientras tanto, el caso también reabre la conversación sobre la financiación de la política y las relaciones entre campañas, gobiernos y estructuras regionales. El rastro de contratos, cheques y supuestas presiones a funcionarios muestra, según la Fiscalía, cómo los hilos del poder local pueden entrelazarse con intereses particulares, incluso cuando el discurso nacional habla de transformación y transparencia.
El desenlace judicial del “caso Fucoso” está aún lejos de definirse, pero su impacto político ya es una realidad. A medida que avancen las audiencias y se conozcan nuevos detalles, el Gobierno tendrá que administrar no solo los tiempos de la justicia, sino también los de la opinión pública, la oposición y su propia base de apoyo. Lo que ocurra en el estrado de Barranquilla seguirá resonando en Bogotá y en todo el país.