Operativos en alta mar enfrentan preguntas de proporcionalidad y evidencia.
El choque político derivado de la frase “Tenemos un problema en Colombia” llegó al terreno jurídico. La campaña de ataques a embarcaciones acusadas de narcotráfico abrió dudas sobre base legal, proporcionalidad y rendición de cuentas en operaciones marítimas. El Reino Unido pausó parte de su inteligencia; EE. UU. lo niega. Colombia detuvo la cooperación en ese frente hasta revisar protocolos.
El debate no es menor: medios internacionales reportan al menos 75 fallecidos desde agosto por acciones contra lanchas y semisumergibles. Entre abogados de derecho internacional se instaló la pregunta clave: ¿puede un Estado usar fuerza letal contra objetivos sin identificación positiva, amenaza inminente y control judicial posterior?
La Convención de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar y la práctica estatal exigen interceptar, abordar y aprehender con uso gradual de la fuerza. La letalidad es excepcional y debe superar un test de necesidad y proporcionalidad. Sin estándares públicos y registros auditables, la presunción se inclina hacia la ilegalidad.
Si un aliado comparte inteligencia sabiendo que puede derivar en violaciones, enfrenta riesgo de responsabilidad internacional. De ahí la pausa británica, orientada a prevenir complicidad. Expertos sostienen que el umbral para incurrir en responsabilidad es más bajo cuando la conducta cuestionada es sistemática.
Funcionarios estadounidenses niegan una ruptura con Londres y defienden la campaña como una acción de seguridad nacional contra redes criminales. Alegan que las reglas de enfrentamiento cumplen la ley y que las embarcaciones representan peligro claro y persistente.
Colombia suspendió la cooperación de inteligencia en ese segmento. La motivación: ajustar protocolos de uso de la fuerza, definir criterios de evidencia y crear mecanismos de revisión con trazabilidad. La medida busca blindar a funcionarios y a la institucionalidad de eventuales reclamaciones.
Venezuela y la regionalización del conflicto
El vínculo con Venezuela añade capas: despliegues navales, disuasión y mensajes políticos. Llevar la agenda antidrogas a ese tablero eleva el costo jurídico de cada acción y la exposición de aliados.
Sin intercambio fluido de datos, interdicciones e investigaciones financieras se vuelven más lentas. Pero sin reglas claras, el costo legal podría ser mayor: litigios, sanciones, y erosión de legitimidad.
Protocolos publicados (al menos en su versión no clasificada), matrices de riesgo, cadena de custodia de pruebas, registro audiovisual de operativos y auditorías externas. También, diálogo con organismos de derechos humanos y cooperación judicial transnacional.
Colombia insiste en la corresponsabilidad: producción, tránsito y consumo. Sin políticas de reducción de demanda en EE. UU. y control de precursores, la presión operativa se transforma en efecto globo.
ONGs y clínicas jurídicas celebraron los anuncios de pausas y suspensiones como paso prudente. Gremios y actores locales temen que el enfriamiento afecte programas sociales y la seguridad en zonas costeras.
En el Congreso colombiano, la discusión se partió entre quienes ven la decisión como defensa de principios y quienes la consideran una apuesta riesgosa frente a un aliado clave. En Londres, el debate escaló a foros parlamentarios y académicos.
La cooperación antidrogas entró a su prueba de legalidad. Sin transparencia y control, los operativos pierden sustento. Con reglas claras y evidencia verificable, ganan legitimidad y eficacia.